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Crítica por Rubén Corral

No diré, pese al título de este texto, que la carrera de Woody Allen involuciona, que retorna a sus orígenes, porque es imposible que el hombre que ha firmado algunas de las mejores películas de las tres últimas décadas pudiera repetir los errores de películas como “El dormilón” (Sleeper, 1973) o “La última noche de Boris Grushenko” (Love and death, 1975). Su madurez como escritor y director está bastante por encima del humor directo a la mandíbula batiente que practicó en esa primera etapa de su carrera, víctima de una trayectoria profesional directamente relacionada con los monólogos humorísticos y muy apegada a la televisión. De ese medio sí que Allen ha logrado conservar la regularidad, la necesidad de trabajar de manera más o menos continua, sin descanso y manteniendo unos niveles de exigencia personal a la altura de los cineastas europeos y asiáticos con los que, últimamente, quiere mirarse el Allen intelectual, el director que obtiene galardones por doquier.

Sin embargo, observando el conjunto de su carrera desde el presente sí que es fácil advertir un cambio en sus intenciones como cineasta desde que firmó contrato con la Dreamworks SKG de Steven Spielberg y allegados. Desde entonces, no se puede hablar de profundización en los temas habituales en la obra de Allen, y sí más preocupación por la inclusión de buenos gags y de lograr imponer un ritmo diligente a unos argumentos que no se encuentran entre lo más relevante de su producción. Así ocurría con el homenaje a la comedia italiana en “Granujas de medio pelo” (Small time crooks, 2000), a un cine negro paródico del género cultivado por Dashiell Hammett en –pese a todo, el mejor título de sus tres últimos trabajos– “La maldición del escorpión de jade” (The curse of the jade scorpion, 2001) y, sobre todo, en “Un final Made in Hollywood” (Hollywood ending, 2002), una película en la que parece que, definitivamente, Allen se ha instalado en el territorio más premeditadamente ligero de su pericia para cultivar la comedia. En ese sentido, sí que se puede hablar de un retorno a los orígenes, un regreso a esa parte de su obra previa a “Annie Hall” (id., 1977). Su preocupación, en “Un final Made in Hollywood” parece ser únicamente –y es algo extraño en uno de los observadores más sagaces de nuestras sociedades occidentales– el hacer reír. Las reflexiones que podían extraerse de obras tan minusvaloradas como “Sombras y niebla” (Shadows and fog, 1992), “Celebrity” (id., 1998) o “Acordes y desacuerdos” (Sweet and lowdown, 1999), parecen haber sido erradicadas desde su ingreso en las filas de Dreamworks. Y eso es un punto más en la lista de reproches que algún día habría que hacer a la industria hollywoodiense y otro punto a la que también le corresponde a Steven Spielberg.

En “Un final Made in Hollywood” existe una crítica nada velada al método industrial de manufacturar películas en los Estados Unidos. De eso no sólo no cabe la menor duda, sino que está explicitado de tal manera que constituye el núcleo duro del film: la recompensa que supone en el sistema mercantilista de Hollywood no considerarse un artista a la hora de dirigir una película y plegarse, siempre, a los deseos de los productores, managers, productores ejecutivos y delegados de producción. A fin de cuentas, es una vieja pugna que Allen parece haber traído de nuevo a primer plano con motivo de su enésimo reconocimiento público en Francia –y que ha tenido en el Premio Príncipe de Asturias un capítulo concluyente–, y que viene a contraponer, desde siempre, la censura y la creatividad, la subjetividad frente al resultado económico, la inspiración frente a la taquilla. Si encuentran a alguien que les diga que lo que aquí aparece opuesto puede ser conciliado, será partidario del sistema industrial, del neoliberalismo o de no considerar el cine como arte, sino como “producto de entretenimiento”. Sin embargo –apunto–, el Premio Príncipe de Asturias concedido a Woody Allen no es el “del entretenimiento” (por mucho que nos riamos con sus películas), sino “de las artes”, porque estos galardones tan publicitados rara vez se conceden a los banqueros, a los prestamistas o a los usureros. Ya sabemos por qué.

Sin embargo, lo que no es más que el punto de partida de “Un final Made in Hollywood” termina centrando la atención del resto del film: el marginado director anteriormente afín a las majors y ahora arrinconado en los (al menos, reconocidamente) enfangados territorios creativos de la publicidad, cuando vuelve a encarar una película que le hace ilusión siente un ataque de histeria tal que desarrolla una ceguera psicosomática que, a la larga, vuelve a suponer una nueva visita de Allen al psicoanalista. Lo peor del asunto es que, si bien la metáfora está certeramente representada y los gags siguen conservando la inteligencia y mordacidad necesaria, sí que se echa de menos mayor trascendencia, cambios más radicales entre el inicio y el desenlace del film, diferenciados únicamente por la consecuencia de la ceguera del director y una historia de amor muy poco convincente (sigue siendo un lastre la apariencia física del Allen actor, al que seguiremos creyendo intelectualmente sexy, por aquello de la corrección política, pero no tanto como para conquistar a la esposa de David Duchovny).

De este modo, lo que queda en la memoria es el orgasmatrón de “El dormilón”, que aquí son las discusiones de Waxman con el director de fotografía chino (guiño autoparódico a su experiencia con Zhao Fei, su propio operador en sus dos anteriores películas) a través de un traductor muy gracioso, lo que recordamos es demasiado poco para lo que nos ha acostumbrado Allen a pensar en y con sus películas. El autor de “Delitos y faltas” (Crimes and misdemeanors, 1989) no puede ser el mismo de “Toma el dinero y corre” (Take the money and run, 1969). Por eso, porque se acerca más al segundo que al primero, “Un final Made in Hollywood” casi hace honor a su nombre y, por poco no nos deja un balance negativo.

© 2002 Rubén Corral

La Butaca

Final de Película
(Hollywood Ending)


Imagen © 2002

Dirección y guión: Woody Allen.
País: USA.
Año: 2002.
Duración: 114 min.
Interpretación: Woody Allen (Val), Téa Leoni (Ellie), George Hamilton
(Ed), Debra Messing (Lori), Treat Williams (Hal), Tiffani Thiessen
(Sharon Bates), Mark Rydell (Al), Bob Dorian, Ivan Martin, Gregg
Edelman, Isaac Mizrahi (Elio Sebastian), Marian Seldes (Alexandra),
Jodie Markell (Andrea Ford), Mark Webber (Tony Waxman).
Producción: Letty Aronson.
Fotografía: Wedigo von Schultzendorff.
Montaje: Alisa Lepselter.
Diseño de producción: Santo Loquasto.
Dirección artística: Tom Warren.
Vestuario: Melissa Toth.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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