Crítica por Mateo Sancho Cardiel
Hay algo que hace que las películas de Adolfo Aristaráin sean únicas, un recurso que ha ido utilizando a lo largo de toda su filmografía pero que en sus últimos filmes ha perfeccionado, ha dominado de tal manera que sus trabajos son obras maestras sin paliativos. Tras la brutalmente excelente Martín (Hache), vuelve al panorama cinematográfico con una cinta igualmente genial pero que no se propone consternarnos, es menos agreste, cambia el rotundo dramatismo por la suavidad narrativa y nos transmite, pese a todo, euforia y complacencia.
Sin duda, lo que diferencia el cine de Aristaráin al de la mayoría de los autores actuales es que sus películas se acercan más a la conferencia que a la narración. Analizar Lugares comunes no consiste en estudiar los planos, calcular el ritmo, buscar la genialidad en el desarrollo de la trama, que por supuesto los tiene. Esta película encuentra su imperturbable y radiante majestuosidad en su calidad de lección de un gran maestro no sólo del cine, sino también de la vida. Un maestro que nos expone una irresistible filosofía en Fernando, su alter ego, un profesor al que, como a tantos otros, jubilan con antelación en la actual Argentina a causa de la crisis. Desde el primer monólogo del protagonista, la belleza de sus palabras, el contenido arrebatadoramente directo y sensacional atrapa la atención del espectador. No dice nada nuevo, no sorprende por su visión, sino por la perfecta exposición de sus ideales, por el valor impagable de cada palabra que es pronunciada en pantalla y que no deja respiro al intelecto del público. Aristaráin nos habla de un mundo lleno de podredumbre, de panfletos políticos e ideológicos acomodados al dinero fácil, al ritmo de una sociedad de consumo y de bienestar. Pero también de una sociedad que, en el momento en que se desmorona, no es compasiva.
Con los fantásticos personajes y los recitales interpretativos de Federico Luppi y, en menor medida, Mercedes Sampietro, el director y guionista, el autor en definitiva, nos muestra a unos héroes atípicos por su edad, por su ilusión y su entusiasmo en el crepúsculo de sus vidas. A pesar de la durísima crítica que lanza hacia el sistema, el mensaje de Lugares comunes es arrebatadamente esperanzador, gloriosamente entusiasta y colosalmente emotivo. Porque cuando pierden todo, a los protagonistas les queda un tesoro tan precioso como unos ideales libres, sin ataduras, y decidirán llevarlos a cabo, por fin, retirándose en una modesta villa campestre. El amor que se profesan a pesar del paso del tiempo, el goce que manifiestan en sus momentos compartidos, en sus Lugares comunes, el apoyo que uno otorga con placer al otro y la inagotable y riquísima conversación que no les ha abandonado en sus decenas de años de matrimonio es, asimismo, una elevada voz a la posibilidad de perpetuar la juventud hasta el mismo día de la muerte o incluso más allá. Y así, esta película, con su prodigiosa presentación de personajes, con su formidable guión, consigue establecer un vivo vínculo con el público que recibe, con la mente excitada y el corazón abierto, esta película no sólo como una pieza de arte que es, sino también como un gigantesco, maravilloso y universal consejo, un modelo para orientar su vida, un manual para encontrar la felicidad.
© 2002 Mateo Sancho Cardiel
Imagen © 2002
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