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Crítica por Rubén Corral

La dictadura militar argentina vuelve a las pantallas españolas con una película que firma una uruguaya, Manane Rodríguez, que vive en España y que debutó con una producción que, en su momento, pasó sin pena ni gloria, "Retrato de mujer con hombre al fondo". En esta ocasión, la película, que se presentó en la pasada Seminci de Valladolid, se centra, tal y como hacía el desvarío fílmico de Fito Páez, "Vidas privadas", en la historia de los exiliados, aunque en esta ocasión no sean éstos los reprimidos, sino los represores una vez desmontado su régimen terrorista (el de Videla y demás).

Es éste un punto de partida que, al menos para el que esto firma, posee un interés indudable. Porque lucha contra el maniqueísmo y porque, cuando menos durante la primera parte de su metraje (la película tiene dos partes muy diferenciadas y es esta primera la más larga y la mejor), se esfuerza por ofrecer una mirada diferente sobre personajes que, por mor de su execrable vida pública, suelen ser encasillados como si por sus venas corriera la maldad, una maldad inherente que se instalara en el malvado de turno como por ciencia infusa. Manane Rodríguez enfoca desde una perspectiva novedosa una historia en la que Bruno Leardi, un anciano escritor argentino (Federico Luppi), sigue la pista en España de su nieta Diana, arrebatada en alguno de esos locales de tortura a su nuera poco antes de que tanto su hijo como su esposa fueran asesinados. Y ese enfoque consiste en privilegiar el lado humano, el lado familiar de Ernesto Eguigaray (Luis Brandoni, diputado en su país y el mejor de esta función), un militar criminal encargado de torturar y hacer desaparecer a cualquiera que pudiera suponer una amenaza al régimen dictatorial que nadie quería en Argentina. Eguigaray vive con su esposa española (Concha Velasco) y su hija Mónica (Irene Visedo), la niña supuestamente robada a la familia Leardi.

En esa primera parte asistimos a las atenciones de un padre sobreprotector hacia una joven de clase acomodada, a sus enfrentamientos cotidianos en los que arbitra una esposa discretamente alcoholizada, a sus reconciliaciones al calor de una parrilla y a ritmo de tangos. Es tan fácil caricaturizar a un personajillo como Eguigaray que es de agradecer que se enfatice su lado complejo, sus contradicciones domésticas, sus desatenciones para con su esposa, su obsesión patológica por que nadie quite de su lado a su hija que lo lleva a encasquetarle a un pijo meapilas de carácter ausente como novio. Sin embargo éste no es el único tema de la película. Se trata de narrar el 'desenmascaramiento' de un delito que no prescribe nunca. Tal y como se dice en la película, se trata de hacer justicia a la hora de un robo de la historia propia, de restaurar -con brutal, dramático retraso- a su verdadera realidad a una persona que no tiene culpa del delito y que, sin embargo, sufre las consecuencias. La idea, basada en los acontecimientos reales que tienen a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo como principales agentes, es también muy interesante. El sufrimiento por las acciones de esos criminales que se entronizaron en la Argentina de los últimos años setenta no acaba -ni mucho menos- tras aquellas vergonzosas leyes de punto final, ni siquiera tras la conclusión de las inquisiciones judiciales.

La restauración de estos derechos propios, de esa historia propia, que representa el poeta Bruno Leardi tiene, pues, en esos combatientes contra el olvido a sus sujetos agentes. De lo que, lamentablemente, se olvida en algunos momentos la película es de los sujetos que sufren esa batalla: por un lado, esos criminales que finalmente pierden de su lado aquello que más quieren, pero sobre todo, esa hija que descubre, con su vida prácticamente construida, que la misma ha sido una ilógica mascarada en la que ella no ha podido llevar el peso de ninguna de sus acciones.

Manane Rodríguez falla en este punto: su idea del sufrimiento de Mónica-Diana parece reducirse a sus sollozos ante el tribunal que juzga una historia propia que le es ajena, a su salida melodramática de la casa de sus padres. Nada vemos del año de verdadero sufrimiento que pasa desde ese momento hasta su viaje a Buenos Aires, donde se encuentra con las Madres de Plaza de Mayo, donde se pone en contacto con su abuelo, con el que no llegamos a verle hablar. En resumidas cuentas, falla en el momento en el que habría que desprenderse de la militancia, en el momento en el que habría que explicitar que la justicia duele también en este caso a inocentes, explicar la contradicción que supone que esa lucha de los familiares de las víctimas tiene muchísimo más sentido para la justicia que para algunas de las víctimas: dolor que son pasos perdidos, y por encima de los cuales la película pasa de puntillas.

© 2001 Rubén Corral

La Butaca

Los Pasos Perdidos
(Los Pasos Perdidos)


Imagen © 2001

Dirección: Manane Rodríguez.
Países: España, Argentina.
Año: 2001.
Duración: 104 min.
Interpretación: Irene Visedo (Mónica), Luis Brandoni (Ernesto), Concha Velasco (Inés), Federico Luppi (Bruno Leardi), Juan Querol (Pablo), Jesús Blanco (Luis), Gabriel Moreno (Gómez), Pedro M. Martínez (Meléndez), Cristina Collado (Miriam), Amparo Valle (Matilde), Paulina Gálvez (abogado), Yael Barnatán (Silvia).
Guión: Manane Rodríguez y Xabier Bermúdez.
Música: Fernando Egozgue, L. Mendo y B. Fuster.
Fotografía: Juan Carlos Gómez.
Montaje: Esperanza Cobos.
Dirección de producción: Iñaki Ros.
Dirección artística: Gabriel Carrascal.