Crítica por Joaquín R. Fernández

Hastiado de tanta cinta bélica que se ha estrenado últimamente, el público le ha dado la espalda a la última obra de John Woo, una carísima cinta de innumerables explosiones e infinitos tiroteos que, a pesar de los cargantes tópicos con los que se ha construido, presenta al menos una novedad dentro del género al que pertenece: la explicación de cómo los navajos alistados en las tropas estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial intercambiaron mensajes codificados en sus propias lenguas, evitando así que fueran interceptados por el enemigo japonés. A su vez, tan importantes transmisores contaban con "guardaespaldas" que recibían la orden de acabar con su protegido antes de que éste pudiera caer en manos del bando contrario.

Dicho planteamiento, que cuando menos resulta apetecible, se desarrolla en la pantalla con una preocupante irregularidad. La presentación de personajes es áspera y predecible, y el dramatismo de algunas de sus propuestas se visualiza de tal forma que hasta llegan a resultar ridículas (eso es lo que sucede con Enders y sus demonios internos, exteriorizados casi siempre por Nicolas Cage a través de un irrisorio carácter atormentado y una desfasada cara de pocos amigos). Los esperados pasajes en los que los propios soldados americanos desconfían de los nativos resultan más un pegote que otra cosa, al igual que la inclusión de una mujer en el reparto (Rita, interpretada por Frances O'Connor), cuya relación con Enders nunca llega a concretarse.

Queda, pues, la magnificencia de las secuencias de acción, aceptables en campo abierto y mucho más claustrofóbicas y eficaces en recintos acotados (el asedio a la villa, por ejemplo). La cámara lenta o la pretenciosa simbología del cine de John Woo también están presentes (el dibujo de la iglesia o las gaviotas que sustituyen a las palomas), pero habrá que llamar a algún crítico sesudo para que nos explique su significado. Para reconfortar a los menos entusiastas con el "arte" de John Woo, hallamos al menos una hermosa escena en la que una mariposa sobrevuela grácilmente el cauce de un río que, poco a poco, se va tiñiendo de sangre, surgiendo de forma inesperada la cruda imagen del cadáver de un soldado flotando sobre las aguas. Es, pues, la única posible mirada de la guerra: la de la muerte.

Hay otros momentos destacables en el filme que lo alejan definitivamente de la mediocridad, aunque todos ellos se concentran en sus cuarenta minutos finales, justo cuando acontece un dramático hecho que afectará a las relaciones de los personajes principales. Si Woo ha pretendido construir una cinta bélica seria, no lo ha conseguido. Si, por contra, deseaba tan sólo entretener, al menos no se puede decir que el espectador se vaya a aburrir durante las más de dos horas que dura Windtalkers..

Nicolas Cage sigue en su habitual estilo interpretativo, dominado por la exageración cuando da vida a hombres llenos de fuerza y ridículamente compungido si encarna a individuos torturados. Más acertadas, aunque sin destacar especialmente, son las aportaciones de Christian Slater y las de los actores que se ponen en la piel de los navajos (Adam Beach y Roger Willie).

Dos partes bien diferenciadas se distinguen en la partitura de James Horner para la última producción del autor de Misión Imposible 2. Si bien enfatiza muy bien los dramas personales de aquéllos que llevan el peso de la historia, no se puede decir lo propio de la música que acompaña a las secuencias de acción. Pomposa e innecesaria, la orquesta destroza con su extremosidad dichos momentos, otorgándoles así una intrascendencia más propia de una cinta de aventuras del montón que de una narración con ínfulas de credibilidad.

© 2002 Joaquín R. Fernández

La Butaca

Código de Guerra
(Windtalkers)

Imagen © 2002